Me ha parecido oportuno dejar pasar unos días después de la
muerte del cardenal Carlo Maria Martini, ex arzobispo de Milán, antes de
comentar brevemente algunos aspectos del “tratamiento mediático” que se le ha
reservado. Así desempolvo un poco el blog y pido perdón por la prolongada
ausencia veraniega.
Me ha llamado la atención cómo algunos comentaristas se han referido a su muerte. Eugenio Scalfari, fundador y ex director de La Repubblica, afirmó sin pestañear que Martini “ha decidido ser desenchufado de las máquinas que lo mantenían en vida”. En realidad, Martini no estaba enganchado a ninguna máquina. Enfermo de Parkinson desde hace 17 años, el cardenal empezó a tener serios problemas para deglutir y -cuando llegó el momento- decidió que no le aplicaran una sonda para la alimentación, una medida que solo habría retrasado lo inevitable y una decisión a la que tenía derecho. Su caso, al contrario de lo que pretenden algunos abanderados de la eutanasia, nada tiene que ver con los de Eluana Englaro o Piergiorgio Welby, que no estaban en fase terminal.
No cabe duda que, desde hace años, las declaraciones publicadas del cardenal Martini han estado rodeadas con frecuencia de una no pequeña dosis de ambigüedad, y que su figura se ha usado como estandarte alternativo –y a veces contrario- a Juan Pablo II y Benedicto XVI. Este antagonismo –directo o indirecto- ha sido un lugar común en el tono de lo publicado durante estos días. Una imagen que se ha visto reforzada por su última entrevista (realizada el 8 de agosto y aparecida póstuma el 1 de septiembre), en la que afirma –y la frase ha dado la vuelta al mundo- que “la Iglesia tiene un retraso de 200 años”. “El objetivo de la crítica de Martini desde la tumba es el actual papado”, glosa una periodista de The Guardian.
Yo sé que no es así, pero esa interpretación aparece como verdadera, es verosímil. Martini dominaba la técnica de formular preguntas. El hecho, sin embargo, es que nunca rechazó la doctrina cristiana ni la moral cristiana. Lo que buscaba, me parece, era ver el modo de conciliarlas con el espíritu del momento, y eso le llevó posiblemente a pensar en voz alta, a manifestar abiertamente sus propias dudas e incertidumbres, generalmente en forma de interrogantes (o de “sueños”). Todo ello tal vez sin sopesar completamente el efecto de perplejidad que esos comentarios provocarían entre los no especialistas. Pienso que es así como hay que entender su última entrevista, pues de esa Iglesia “atrasada” el mismo Martini fue figura eminente, en ella ocupó durante más de tres decenios posiciones de particular relieve y la diócesis que gobernó no ha ofrecido en ese tiempo ninguna alternativa. Tal vez sean sutilezas interpretativas, pero me parece intuir que detrás de muchos de sus interrogantes hay un “¿cómo podríamos hacerlo mejor?”
Personalmente, hubiera preferido formular la pregunta directamente y evitar las ambigüedades.
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