En el debate (o falta de debate) en torno a las leyes sobre
el llamado “matrimonio homosexual” me parece que se está produciendo un fenómeno
que recuerda la “espiral del silencio”: muchos no están de acuerdo con esa
legislación, pero no intervienen para no aparecer como intolerantes. No saben exactamente
cómo argumentar, pues los términos de la discusión los han fijado los partidarios
del matrimonio gay. Según esos términos, en efecto, nos encontramos ante un
eslabón más contra la discriminación y a favor de los derechos humanos: ayer eran los esclavos, los
negros… hoy es el matrimonio gay. Es
imposible oponerse a eso.
En realidad, no estamos en la misma cadena. Aquí la cuestión no es el ser gay, ni la igualdad, sino cambiar la esencia de una institución llamada matrimonio: pasar de una unión (también biológica) entre varón y mujer a favor de los hijos, a definirla como una unión emocional entre dos personas del mismo sexo. La primera ha sido apoyada desde los poderes públicos porque se ha demostrado una riqueza insustituible para los hijos y para el progreso de la sociedad. La segunda carece de esa relevancia. Meter todo en el saco “matrimonio” es un modo de decir que su función no es importante, que todo es lo mismo. Me parece que en estos tiempos de disgregación social la medicina más adecuada sería precisamente la contraria.
No es muy complicado llegar a estas conclusiones. De hecho, en los últimos días he visto dos artículos sobre el tema que me parecen significativos. Se refieren a dos personas que se declaran homosexuales y, al mismo tiempo, se oponen al matrimonio gay.
El primero, Doug Mainwaring, un activista político norteamericano, escribe en The Washington Post:
Los que se oponen, como yo, ven el “matrimonio” como un término inmutable que solo se puede aplicar a heterosexuales. Es innegable que en todas las épocas el matrimonio ha sido el mayor éxito de la humanidad y fuente de prosperidad, atravesando todas las culturas y religiones. No deberíamos manosear eso.
Soy gay. Hace años, estaba en la otra parte de la barrera en este tema. Pero cuanto más leía, pensaba, investigaba y procuraba defender mi postura, más me daba cuenta de que no podía. Sentía fuertemente que las relaciones gays deben ser apoyadas por la sociedad. Pero, de todas formas, ha crecido mi convencimiento de que no se puede alterar de ningún modo el término “matrimonio”.
El segundo, Rupert Everett, un actor británico, declara en The Sunday Times Magazine (pago) [y se hace eco The Daily Telegraph], que no puede pensar “en algo peor que dos papás gays criando a un niño juntos”. Aquí no hay argumentación, sino la expresión de un sentimiento muy compartido. Lo que se llamaba sentido común.
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