Describe agudamente Ignacio Aréchaga en Aceprensa la paradoja que supone que muchos medios de información, habitualmente alérgico a la presencia de la religión en la vida pública, estén ahora alabando la acción de los monjes budistas en Birmania (o Myannmar): “Entusiasmo laico por la revolución de los monjes”. Se hacen eco del artículo, entre otros, Internet Política y Scriptor, añadiendo otras consideraciones en la misma línea.
Desde luego, el episodio contrasta con los comentarios que los mismos medios suelen hacer cuando la “ingerencia” "injerencia" (sorry) tiene lugar en un país occidental. Por ejemplo, cuando un obispo habla sobre temas que también tienen que ver con los derechos humanos y la visión de la persona, que es lo que está en juego en Birmania. La reacción típica en esos casos es la misma que ha tenido el régimen militar birmano: acusarles de inmiscuirse en la política, de provocar conflictos, de ir contra la ley del Estado e incluso de intentar imponer a todos su propia visión del mundo.
En el fondo, es lo de siempre. Las supuestas injerencias se critican cuando no gustan, cuando no coinciden con la visión del mundo de quien escribe. Es así de simple. Esa instrumentalización explica otro fenómeno curioso: la visibilidad pública que determinados regímenes y medios suelen conceder a aquellas personas –cléricos o teólogos- que sí están a favor de los propios planteamientos. Es decir, si la conferencia episcopal afirma X, busquemos a alguien, aunque sea un oscuro párroco, que diga Z, que es lo que a nosotros nos interesa.
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