Lo reconozco: a mí también me gustaría tener ya el iPhone de la Apple. Lo digo para evitar equívocos. Además, admiro a Steve Jobs desde hace muchos años. Pero una cosa es eso y otra el espectáculo de las colas de gente madurita para comprarlo, y las caras de éxtasis de quienes salen de la tienda con uno en la mano… La Apple ha conseguido despertar una exagerada atención hacia el nuevo producto. Y lo ha hecho, durante seis meses, mostrándolo y no mostrándolo. Un capolavoro de comunicación y marketing.
Tomo pie de este caso para reflexionar brevemente sobre otra realidad, que no tiene nada que ver ni con la Apple ni con el iPhone. Pienso que la comunicación en la Iglesia –que es el tema de este blog- no tiene que imitar las estrategias del márketing comercial. Pero sí debe tener en cuenta el mundo en que vivimos, que es distintos del de hace veinte años. Debe saber acompañar lo que dice con los medios necesarios para hacerlo más comprensible, sobre todo en aquellos casos en los que eso que dice choca con una cierta mentalidad. Insisto: no se trata de vender humo o de caer en trucos de spin doctors. Pero renunciar a usar la cabeza para mejorar la comunicación no es una manifestación de sencillez evangélica. La verdad se impone por sí misma, de acuerdo; pero es preciso hacerla llegar.
Pensaba en esto a raíz de los cambios en el Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, que cuenta desde hace unos días con un nuevo presidente, el arzobispo Claudio Maria Celli. Desconozco si a ese nombramiento seguirá algo más. Y pensaba también en la próxima publicación del “motu proprio” de Benedicto XVI sobre la misa tridentina, una iniciativa que necesita de un apoyo de comunicación e información, que va más allá del simple texto.
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