El inesperado encuentro entre el Papa Benedicto XVI y el teólogo Hans Küng ocupó muchas primeras páginas de la prensa de todo el mundo. La entrevista, de cuatro horas de duración, incluida la cena, tuvo lugar en la residencia pontificia de Castelgandolfo el sábado 24 de septiembre, aunque sólo se dio a conocer el lunes siguiente.
Los periódicos destacaron el clima amable, la alegría del reencuentro entre dos antiguos colegas de universidad que habían seguido después derroteros opuestos. Durantes los días siguientes, Hans Küng se prodigó en declaraciones y entrevistas en las que por primera vez, hasta donde alcanza la memoria, sus palabras hacia Roma no contenían improperios sino elogios. Para los observadores que han seguido durante los últimos treinta años su magisterio paralelo, nunca exento de un cierto tono pontifical, era una sorpresa de envergadura.
Benedicto XVI y Hans Küng no hablaron de cuestiones candentes. En el comunicado con el que se divulgó la noticia se dice explícitamente que “ambos estaban de acuerdo en que no tenía sentido entrar, en el marco del encuentro, en una discusión sobre las divergencias doctrinales persistentes entre Hans Küng y el Magisterio de la Iglesia Católica”. Fue una reencuentro en el que el Papa escuchó los proyectos en los que estaba trabajando Küng. Una ruptura del hielo necesaria para poder dar otros pasos.
Es imposible predecir cómo evolucionarán las cosas, pero un sano realismo obliga a evitar falsas ilusiones. No se puede dejar de lado que Küng niega puntos centrales de la fe católica y que su notoriedad pública (fuera de los ámbitos especializados) procede precisamente de sus posiciones radicales. Incluso en sus declaraciones positivas hacia el Papa se advierte un fondo autoreferencial, y en esa actitud coincide con los lefebvrianos, recibidos por Bnedicto XVI apenas un mes antes. Para ambos, es el Papa el que puede cambiar y “dar sorpresas”. En ningún caso se menciona que tal vez ellos también tendrían algo que cambiar.
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